domingo, 19 de abril de 2015

Capítulo 11 "El Ángel Guardián"

Continuamos acercándoos los capítulos del "Ángel Guardián" escrito por Sonia Pozo. Ya vamos por el capítulo 11

CAPÍTULO 11

Me alzo sobre las puntas de las zapatillas para mirar por encima de la multitud en un gesto impulsivo. Pero luego bajo de nuevo, sintiendo como si el peso invisible de una caja fuerte cayese sobre mis hombros. Ella ya no está aquí.
En vez de eso, noto cómo me agarran por la muñeca desde atrás. Unos segundos después, la cabeza rubia de Kalie se apoya sobre mi hombro derecho. Agradezco su contacto con una leve sonrisa, solo para mí misma. Sabe que no es mi mejor momento.
—Atención, Aspirantes— Marcus reclama nuestro interés con un quedo movimiento de brazo. Sus ojos oscuros brillan, con algo que no sé identificar— Mañana, tras realizar la segunda Prueba Mental, saldremos del recinto para realizar otro tipo de entrenamiento, al aire libre.
De reojo, veo que Uriel mira perplejo a Castiel. Marcus acaba de arruinar, sin saberlo, su plan anterior. Castiel mira al Sargento con cara de pocos amigos; ceño fruncido, brazos cruzados sobre su pecho, en actitud desafiante.
A mi alrededor oigo quejidos disgustados tras las palabras de Marcus. Lo había olvidado. Mañana, a las ocho en punto, después del desayuno, tendría lugar la segunda Prueba Mental. Habiendo dejado detrás de nosotros una de ellas, pasada la de mañana, ya solo quedarían cuatro, más la Prueba Final. “¡Bien!” me digo a mí misma, suspirando irónica.
Marcus observa expectante nuestra reacción, con las manos tras la espalda, entrelazadas. Sin apenas dejarnos tiempo para encajar la nueva información, da dos palmadas, anunciando el final del entrenamiento.
Se hace a un lado y comienza a hablar con uno de los ángeles que esperaban apoyados en la pared, en actitud aburrida. Gabriel, me recuerdo.
Los Aspirantes cambian de pie el peso, incómodos, y luego comienzan a marcharse. Conforme van saliendo al pasillo, el ruido elevado de conversaciones se extiende y rebota contra las silenciosas paredes.
Noto un tirón en la costura de la camiseta. Kalie me hace un gesto con la mirada, señalando las puertas. Niego con la cabeza.
—Me voy a quedar un rato más practicando los amagos que nos han enseñado. Ambas sabemos que no es mi fuerte— me encojo de hombros, con una mueca avergonzada. No es del todo mentira— Luego me paso por tu habitación y damos una vuelta.
—Oh, ¿te quedas aquí?— pregunta, desilusionada. De pronto, su expresión se ilumina, reconsiderando una idea— ¡Ya sé! ¡Me quedaré contigo!
Intento camuflar la expresión en mi rostro, que dice que eso sería lo último que me gustaría que hiciese.
—No es necesario, en serio— aseguro, gesticulando con las manos, como quitándole hierro al problema— No me quedaré aquí mucho tiempo. Cuando acabe me daré una ducha, y luego nos vemos— concluyo, sonriéndole.— Luego nos vemos.
Ella me mira indecisa, pero al final me da un abrazo que me pilla por sorpresa.
—De acuerdo— acepta, pero enseguida añade: —Pero date prisa.
—Lo haré— la tranquilizo, sonriendo.
Ella me hace un último gesto con la mano, y se marcha a paso ligero, trotando como un caballo. Sonrío para mí misma.
—¿Qué te hace tanta gracia?— dice una voz a mi espalda. Una voz con un timbre concreto que reconozco muy bien. Me giro y ahí está él, con una sonrisilla de suficiencia plasmada en su rostro.
No me había dado cuenta de que nos habíamos quedado solos. De repente una ola de sudor nerviosa me recorre todo el cuerpo, y siento que me hago cada vez más pequeña bajo la presión de su mirada.
—Nada— respondo, quizá algo seca, bajando los ojos a mis brazos.
Castiel hace un gesto.
—Bueno, pues comencemos— suelta él, esbozando una sonrisa nada angelical.
Se dirige a la zona de sacos, con pasos fuertes, denotando seguridad. En ese momento me pregunto en qué diablos estaría pensando cuando accedí a entrenar con él.
Suspirando, le sigo.


—Otra vez.
No sé cuando tiempo ha pasado desde que empezamos con el entrenamiento extra. Me duelen las manos. Bajo la vista a ellas y veo mis nudillos rojos e inflamados.
Contengo una exhalación de agobio, y reanudo el ejercicio.
Se trata de un truco para engañar al contrario. Consiste en distraerle moviéndote, básicamente. Para un lado, para otro, y luego repetir. Después te aprovechas de la confusión del rival y tu posición ventajosa, para asestar un puñetazo en lo que serían las costillas, que en el saco se traduce a un cuadrado delimitado por líneas blancas. Castiel dice que sería un movimiento muy útil si conseguimos pillar al adversario por sorpresa.
Repito de nuevo el ejercicio. El puño se resbala de su objetivo, y se desvía unos centímetros hacia abajo. Castiel frunce el ceño. Desde hace un rato se limita a observarme, con los brazos cruzados.
—Repítelo. Otra vez.
Contengo las ganas de gritar y lo repito. Otra vez.
—Muy lento. Así no vas a ganar. Eres pequeña. Tienen más fuerza que tú. Tu única alternativa es ser más rápida e inteligente que ellos. De nuevo— exige él. Me vuelvo para mirarle, fulminándole con los ojos. Él se ríe ante mis quejas, haciendo que las ganas de usarlo de saco aumenten considerablemente— Ahí está. Enfádate. Piensa que soy yo lo que estás golpeando. Da la impresión de que te gustaría.
Aprieto los puños doloridos a los costados, tragándome mi orgullo. Una vez más, haciendo de tripas corazón, lo repito.
Esta vez el puño impacta en el blanco, asestado con toda la fuerza extraída de la rabia. El saco se tambalea.
Castiel aplaude despacio, disfrutando de mi expresión asesina. Esboza una sonrisa de medio lado.
—No está mal, novata— admite— Bebe un poco de agua. Te lo has ganado.
Señala el otro lado de la sala, donde un rústico y solitario grifo permanece intacto en una esquina.
Solo entonces soy consciente de lo sedienta que estoy. El sudor cae a chorretones de mi cara, empapándome aún más la camisa. Me limpió la pátina húmeda que me cubre la frente con el dorso de la mano, y me la seco en los pantalones. No sirve de mucho, precisamente.
Llego a la fuente con pasos pesados, y los músculos quemando y pinchando como agujas ardientes dentro de mí.
Me inclino y bebo a grandes tragos, como si el agua fuera a recomponerme lo suficiente. No lo hará. Al menos, no lo suficientemente rápido.
Él se regodea a mi espalda.
—No bebas tanto. El agua es buena, pero demasiada cantidad puede provocar que te duela el estómago después— dice, pero yo le ignoro.
—¿Más aún?— farfullo mientras trago, levantando la cabeza hacia él, que me observa con una sonrisa divertida.
—Sí, más aún.
De repente, se me ocurre una pregunta estúpida, y la curiosidad me invade repentinamente. Así que decido preguntárselo.
—¿Castiel?
Él se sienta cerca de mí, y me mira desde el suelo, distraído.
—¿Mmm?
—¿Cuál es tu apellido?
Él me mira como si me hubiera vuelto loca.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Curiosidad— confieso, sinceramente.
Él me mira pensativo. La luz entra a través de los altos ventanales, y se refleja directamente sobre su rostro, iluminándolo, pero a la vez, aumentando la sombra que hacen sus pestañas. Claroscuro. Es bonito. Sin ser consciente de ello, me pongo a compararlos a él y a Uriel. Donde el último es todo sonrisas y amabilidad, el primero es enigmático e interesante al mismo tiempo.
Es extraño.
—Evans— suelta él, de pronto.
—¿Qué?— inquiero yo, confusa.
—Mi apellido. Evans.
Le miro pensativa.
—Qué raro— digo yo— Esperaba que fuese algo acabado en “el”— el chico me mira como si fuera estúpida— Ya sabes, como casi todos los nombres de ángeles acaban así…
La carcajada de Castiel detiene mis cábalas.
—Es cierto— admite, con una sonrisa de suficiencia— Pero siempre hay excepciones. De hecho, si tengo un hijo, pienso llamarle Mike.
Ante eso no puedo evitar reírme.
—¿Y eso? ¿Por qué Mike? Qué eres, ¿la oveja negra de la familia?—digo, sonriendo.
—Algo así. Soy un rebelde, ¿sabías?— inquiere él, las comisuras de su boca elevándose en un gesto de diversión.
—Me lo imaginaba— digo poniendo los ojos enblanco, divertida.
Castiel se pone de pie de un salto, con su energía cinética ya de vuelta.
—Bueno, ¿retomamos lo que habíamos dejado a medias?
Asiento, conforme, y él sonríe levemente.
—Entonces vamos.
Sin esperar respuesta, Castiel echa a correr de nuevo hacia la zona de sacos, y yo le sigo articulando una queja divertida. No le oigo, pero tengo la impresión de que se ríe.
Y volvemos a retomar el entrenamiento.
Pero esta vez, de mucho mejor humor.


Apoyo las manos en las rodillas, jadeando. Todo en la postura de Castiel indica que está —por increíble que parezca— medianamente satisfecho. La brillante luz de la tarde había descendido varios grados de luminosidad, hasta quedar convertida en los cremosos rayos de luz anaranjada del crepúsculo que inundan la sala. La oscuridad se va haciendo patente conforme el tiempo pasa, y las sombras se van alargando, brindándole un aspecto extraño a la sala. El sudor baña mi rostro y mi ropa. Me siento pegajosa.
—Dejémoslo por hoy— dice Castiel. Su voz resuena en las altas paredes como eco. El único sonido audible tras sus palabras son mis respiraciones entrecortadas.
—Vale— acepto, aliviada de algún modo.
Alzo la cabeza para mirarle, y cuando lo hago, él me está observando. Calmo mi respiración, y aplaco la necesidad de salir corriendo y beber hasta que se acabe la fuente.
—Mañana tenéis la segunda Prueba Mental— lo dice como una afirmación, no como una pregunta. Cuando se da cuenta añade: —¿Cierto?
Asiento con la cabeza, estremeciéndome ligeramente.
Castiel me mira con un rastro de algo que no sé identificar denotando en sus ojos azules. Algo parecido a… tristeza.
—¿Qué tal lo hiciste la última vez?
Me pienso la respuesta antes de pronunciarla.
—Digamos… que estoy viva, ¿no?
—¿Segura?
Su mano se mueve veloz y me pellizca el hombro. Me echo para atrás sobresaltada.
—¿Qué…?
—De acuerdo, lo estás— admite, esbozando una sonrisa llena de burla.
Le saco la lengua y, por un momento, veo en sus ojos la misma expresión risueña que tenía Tyler un par de horas antes del incendio. Entonces ninguno sabíamos que la vida iba a terminar para ellos, y que iba a dar un irrevocable cambio para mí. Echo de menos a mi hermano pequeño. Entonces ladea la cabeza, y el fantasma se desvanece.
Me recompongo, pero no lo suficientemente rápido. Veo pasar por sus ojos una sombra antes de que la sonrisa se borre de su rostro y pregunte:
—¿Pasa algo?— su tono contiene preocupación.
Niego con la cabeza.
—Te has quedado blanca— insiste. Aparto la cabeza de esos ojos que me miran con recelo, incapaz de soportarlos penetrando sobre mí como si fuera mero cristal.
—No, no es nada, de verdad…— miento, y Castiel alza una ceja— Por un momento, me ha venido a la cabeza el recuerdo de mi hermano. No es algo que me guste recordar.
—¿Por qué? ¿Dónde está tu hermano?— pregunta él, hurgando más sin saberlo en la herida.
—Muerto— respondo, secamente, intentando dejar claro que no quiero hablar de ello. Él no parece captar la indirecta.
Su boca se abre un poco, sorprendida, y se muerde el interior de la mejilla en un gesto instintivo.
—¿Qué le pasó?
—Prefiero no hablar de eso ahora— concluyo algo secamente, con la mirada fija en algún punto sobre su cabeza.
Él asiente, confuso, pero no pregunta más.
En ese instante, una sombra sobrevuela veloz bajo las vigas, desde la ventana abierta hasta las ataduras de la zona de sacos, y se posa suavemente en una de ellas, sin emitir ni un solo sonido.
—¿Un búho?— pregunto, observando el movimiento de la pequeña ave entre las crecientes sombras.
—Un murciélago, diría yo— aclara Castiel, con ojo más experto que el mío— El primero de muchos. Es tarde. Deberíamos marcharnos. Supongo que querrás asearte antes de la cena— dice, de forma muy acertada.
Asiento con la cabeza, y tras beber un trago de agua —un largo trago de agua— en la fuente el grifo viejo, me encamino hacia la salida con las manos en los bolsillos, y sintiendo las piernas de gelatina.
A los pocos segundos noto los pasos largos de Castiel yendo tras de mí. Me giro y él se planta a mi lado.
—¿Te acompaño a tu habitación? Me queda de camino.
Me encojo de hombros, y echamos a andar.


—Ella era tu amiga, entonces.
Mis ojos se ensombrecen al oír hablar de Mitchie. Todavía parece que todo ha sido un sueño; cuando llegue a mi habitación, ella me estará esperando, con algo para tirarme desde su cama, o con alguna anécdota divertida que contarme. Todavía parece todo tan irreal.
—Sí, lo era— digo, pronunciando las palabras tan rápido que el sonido parece distorsionado— Llevábamos juntas desde que llegué aquí.
—¿Y cuando fue eso?
Sonrío para mis adentros.
—Hace mucho, mucho tiempo— Castiel me lanza una mirada excéntrica— Al menos, así lo siento yo. Aunque sólo han sido unos años.
—La amistad es algo bonito. Bonito, pero no eterno— sus ojos claros son indescifrables— Deberías saberlo.
Trago saliva.
—¿Por qué dices eso?— él gira la cabeza para mirarme, y algunos de los amarillentos rayos de luz procedentes de los farolillos quedan enredados en su cabello, dándolos un brillo dorado oscuro— ¿Crees que estará bien? Mitchie, quiero decir.
—Dicen que cuando quieres mucho a alguien, cuando le pasa algo malo, lo sientes aquí dentro— contesta evasivamente, señalándose su propio corazón.
—Yo no siento nada.
—¿Ves? Eso es una buena señal— dice, esbozando una sonrisa fantasmagórica. Por un momento permito que un rayo de esperanza alumbre mi interior.
—¿De verdad lo crees?
—De verdad, Leia— asegura cálidamente, y siento como algo se ilumina en mi pecho—No dejarían que le pasase nada.
—¿Qué?— pregunto, y me paro de golpe. Él sigue caminando tranquilamente, por lo que tengo que ponerme de nuevo en marcha— ¿De quiénes estás hablando?
—Las personas que viven en el Exterior. No tienen mucho; viven una vida humilde, pero no dejarían a nadie desamparado. Sobre todo a alguien tan joven como tu amiga. Ella estará bien.
Siento como la tensión que no había notado que adquiría abandona mis hombros, y tomo una bocanada de aire fresco.
Doblamos una esquina.
—¿Y dónde dormís vosotros?— pregunto, y él hace una mueca, divertido— Me refiero a Marcus, Uriel y los demás ángeles.
—Lo había entendido, gracias— aclara, y noto como el color sube a mis mejillas. Doy gracias a la oscuridad por la poca visibilidad— En medio de ninguna parte— dice, no sin humor. Hago una mueca excéntrica— Vale, en una zona reservada más apartada de vosotros, pero la otra opción suena más…
—¿Estúpida?
—Iba a decir “Mística” – dice Castiel, llevándose una mano al pecho, fingiendo estar ofendido — ¿Cuál de estas es la tuya?
Sin darme cuenta, hemos llegado a la zona de habitaciones. Señalo una de las puertas más alejadas pasillo a través.
—La ocho— digo, esbozando una sonrisa— Gracias por acompañarme.
Él responde a mi gesto con otro más brillante, su sonrisa blanca destacando en la creciente oscuridad.
—Para eso estamos. Que te vaya bien en la prueba de mañana. Te veré por la tarde— dice, como si no cupiera ninguna duda de ello. Se despide con la mano, y se marcha caminando con las manos en los bolsillos, silbando.
Me quedo observando cómo su sombra disminuye cada vez más de tamaño, hasta acabar fundiéndose con las demás, y los sonidos quedos de su caminar desaparecer. Luego alcanzo la llave dentro de mi pantalón, y entro a mi habitación, sumida en tinieblas.
Aprieto el interruptor de la luz, y la bombilla regala una pobre iluminación al solitario cuarto.
Abro el grifo de la ducha y la pongo para que el agua vaya calentándose, al tiempo que deshago la coleta y guardo los coleteros en mi muñeca. Me desvisto, y me meto en la cascada de agua ya caliente.


Una vez aseada y vestida para salir, cepillo mi cabello húmedo persistentemente, con la desfigurada raya en el medio.
Abandono el baño y recojo las llaves. Los mechones de pelo me golpean la espalda, mojándome la camiseta sin mangas.
Salgo al pasillo preparada para ir a cenar, cerrando la puerta tras de mí, y llamo a la puerta de la habitación siete para recoger a Kalie. Ahora que Mitchie no está, ella se ha convertido en mi salvavidas, en mi refugio.
Una chica morena algo mayor que yo abre la puerta, con una amplia sonrisa y el pelo desordenado. Lleva un zapato puesto y el otro no, y queda claro que he interrumpido cuando terminaba de cambiarse. No parece importarle.
Veo a Kass tumbada en una de las camas bajeras, con una chica de cabello claro y piel de porcelana junto a ella, en un nudo de extremidades. La chica ríe. Kass me lanza una sonrisa cuando me ve.
Un poco más allá, sola, en otra litera, veo a Kalie, tumbada mirando el techo. Sus ojos se iluminan cuando me ven, y se levanta de un salto.
Kalie se despide de sus compañeras y la puerta se cierra de nuevo, aislando un poco del abundante ruido. Ella suspira aliviada. Me río.
—¿Problemas en el paraíso?— pregunto, divertida.
—Más bien en el infierno— asegura ella, poniendo los ojos en blanco—Tengo ganas de que me cambien a tu habitación.
La miro con simpatía, y me aferro a su brazo, como solíamos hacer en el Refugio. Es increíble el cariño que le puedes coger a una persona en tan poco tiempo.
—Yo también las tengo.
Echamos a andar hacia el comedor, charlando despreocupadamente, donde se va formando ya una cola gradual de adolescentes.

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