Continuamos acercándoos los capítulos del "Ángel Guardián" escrito por Sonia Pozo. Ya vamos por el capítulo 11
CAPÍTULO 11
Me alzo sobre las puntas de las zapatillas para mirar por encima de la multitud en un gesto impulsivo. Pero luego bajo de nuevo, sintiendo como si el peso invisible de una caja fuerte cayese sobre mis hombros. Ella ya no está aquí.
CAPÍTULO 11
Me alzo sobre las puntas de las zapatillas para mirar por encima de la multitud en un gesto impulsivo. Pero luego bajo de nuevo, sintiendo como si el peso invisible de una caja fuerte cayese sobre mis hombros. Ella ya no está aquí.
En vez de eso, noto cómo me agarran por la muñeca desde
atrás. Unos segundos después, la cabeza rubia de Kalie se apoya sobre mi hombro
derecho. Agradezco su contacto con una leve sonrisa, solo para mí misma. Sabe
que no es mi mejor momento.
—Atención, Aspirantes— Marcus reclama nuestro interés con un
quedo movimiento de brazo. Sus ojos oscuros brillan, con algo que no sé
identificar— Mañana, tras realizar la segunda Prueba Mental, saldremos del
recinto para realizar otro tipo de entrenamiento, al aire libre.
De reojo, veo que Uriel mira perplejo a Castiel. Marcus
acaba de arruinar, sin saberlo, su plan anterior. Castiel mira al Sargento con
cara de pocos amigos; ceño fruncido, brazos cruzados sobre su pecho, en actitud
desafiante.
A mi alrededor oigo quejidos disgustados tras las palabras
de Marcus. Lo había olvidado. Mañana, a las ocho en punto, después del
desayuno, tendría lugar la segunda Prueba Mental. Habiendo dejado detrás de
nosotros una de ellas, pasada la de mañana, ya solo quedarían cuatro, más la
Prueba Final. “¡Bien!” me digo a mí misma, suspirando irónica.
Marcus observa expectante nuestra reacción, con las manos
tras la espalda, entrelazadas. Sin apenas dejarnos tiempo para encajar la nueva
información, da dos palmadas, anunciando el final del entrenamiento.
Se hace a un lado y comienza a hablar con uno de los ángeles
que esperaban apoyados en la pared, en actitud aburrida. Gabriel, me recuerdo.
Los Aspirantes cambian de pie el peso, incómodos, y luego
comienzan a marcharse. Conforme van saliendo al pasillo, el ruido elevado de
conversaciones se extiende y rebota contra las silenciosas paredes.
Noto un tirón en la costura de la camiseta. Kalie me hace un
gesto con la mirada, señalando las puertas. Niego con la cabeza.
—Me voy a quedar un rato más practicando los amagos que nos
han enseñado. Ambas sabemos que no es mi fuerte— me encojo de hombros, con una
mueca avergonzada. No es del todo mentira— Luego me paso por tu habitación y
damos una vuelta.
—Oh, ¿te quedas aquí?— pregunta, desilusionada. De pronto,
su expresión se ilumina, reconsiderando una idea— ¡Ya sé! ¡Me quedaré contigo!
Intento camuflar la expresión en mi rostro, que dice que eso
sería lo último que me gustaría que hiciese.
—No es necesario, en serio— aseguro, gesticulando con las
manos, como quitándole hierro al problema— No me quedaré aquí mucho tiempo.
Cuando acabe me daré una ducha, y luego nos vemos— concluyo, sonriéndole.—
Luego nos vemos.
Ella me mira indecisa, pero al final me da un abrazo que me
pilla por sorpresa.
—De acuerdo— acepta, pero enseguida añade: —Pero date prisa.
—Lo haré— la tranquilizo, sonriendo.
Ella me hace un último gesto con la mano, y se marcha a paso
ligero, trotando como un caballo. Sonrío para mí misma.
—¿Qué te hace tanta gracia?— dice una voz a mi espalda. Una
voz con un timbre concreto que reconozco muy bien. Me giro y ahí está él, con
una sonrisilla de suficiencia plasmada en su rostro.
No me había dado cuenta de que nos habíamos quedado solos.
De repente una ola de sudor nerviosa me recorre todo el cuerpo, y siento que me
hago cada vez más pequeña bajo la presión de su mirada.
—Nada— respondo, quizá algo seca, bajando los ojos a mis
brazos.
Castiel hace un gesto.
—Bueno, pues comencemos— suelta él, esbozando una sonrisa
nada angelical.
Se dirige a la zona de sacos, con pasos fuertes, denotando
seguridad. En ese momento me pregunto en qué diablos estaría pensando cuando
accedí a entrenar con él.
Suspirando, le sigo.
—Otra vez.
No sé cuando tiempo ha pasado desde que empezamos con el
entrenamiento extra. Me duelen las manos. Bajo la vista a ellas y veo mis
nudillos rojos e inflamados.
Contengo una exhalación de agobio, y reanudo el ejercicio.
Se trata de un truco para engañar al contrario. Consiste en
distraerle moviéndote, básicamente. Para un lado, para otro, y luego repetir.
Después te aprovechas de la confusión del rival y tu posición ventajosa, para
asestar un puñetazo en lo que serían las costillas, que en el saco se traduce a
un cuadrado delimitado por líneas blancas. Castiel dice que sería un movimiento
muy útil si conseguimos pillar al adversario por sorpresa.
Repito de nuevo el ejercicio. El puño se resbala de su
objetivo, y se desvía unos centímetros hacia abajo. Castiel frunce el ceño.
Desde hace un rato se limita a observarme, con los brazos cruzados.
—Repítelo. Otra vez.
Contengo las ganas de gritar y lo repito. Otra vez.
—Muy lento. Así no vas a ganar. Eres pequeña. Tienen más
fuerza que tú. Tu única alternativa es ser más rápida e inteligente que ellos.
De nuevo— exige él. Me vuelvo para mirarle, fulminándole con los ojos. Él se
ríe ante mis quejas, haciendo que las ganas de usarlo de saco aumenten
considerablemente— Ahí está. Enfádate. Piensa que soy yo lo que estás
golpeando. Da la impresión de que te gustaría.
Aprieto los puños doloridos a los costados, tragándome mi
orgullo. Una vez más, haciendo de tripas corazón, lo repito.
Esta vez el puño impacta en el blanco, asestado con toda la
fuerza extraída de la rabia. El saco se tambalea.
Castiel aplaude despacio, disfrutando de mi expresión
asesina. Esboza una sonrisa de medio lado.
—No está mal, novata— admite— Bebe un poco de agua. Te lo
has ganado.
Señala el otro lado de la sala, donde un rústico y solitario
grifo permanece intacto en una esquina.
Solo entonces soy consciente de lo sedienta que estoy. El sudor
cae a chorretones de mi cara, empapándome aún más la camisa. Me limpió la
pátina húmeda que me cubre la frente con el dorso de la mano, y me la seco en
los pantalones. No sirve de mucho, precisamente.
Llego a la fuente con pasos pesados, y los músculos quemando
y pinchando como agujas ardientes dentro de mí.
Me inclino y bebo a grandes tragos, como si el agua fuera a
recomponerme lo suficiente. No lo hará. Al menos, no lo suficientemente rápido.
Él se regodea a mi espalda.
—No bebas tanto. El agua es buena, pero demasiada cantidad
puede provocar que te duela el estómago después— dice, pero yo le ignoro.
—¿Más aún?— farfullo mientras trago, levantando la cabeza
hacia él, que me observa con una sonrisa divertida.
—Sí, más aún.
De repente, se me ocurre una pregunta estúpida, y la
curiosidad me invade repentinamente. Así que decido preguntárselo.
—¿Castiel?
Él se sienta cerca de mí, y me mira desde el suelo,
distraído.
—¿Mmm?
—¿Cuál es tu apellido?
Él me mira como si me hubiera vuelto loca.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Curiosidad— confieso, sinceramente.
Él me mira pensativo. La luz entra a través de los altos
ventanales, y se refleja directamente sobre su rostro, iluminándolo, pero a la
vez, aumentando la sombra que hacen sus pestañas. Claroscuro. Es bonito. Sin
ser consciente de ello, me pongo a compararlos a él y a Uriel. Donde el último
es todo sonrisas y amabilidad, el primero es enigmático e interesante al mismo
tiempo.
Es extraño.
—Evans— suelta él, de pronto.
—¿Qué?— inquiero yo, confusa.
—Mi apellido. Evans.
Le miro pensativa.
—Qué raro— digo yo— Esperaba que fuese algo acabado en “el”—
el chico me mira como si fuera estúpida— Ya sabes, como casi todos los nombres
de ángeles acaban así…
La carcajada de Castiel detiene mis cábalas.
—Es cierto— admite, con una sonrisa de suficiencia— Pero
siempre hay excepciones. De hecho, si tengo un hijo, pienso llamarle Mike.
Ante eso no puedo evitar reírme.
—¿Y eso? ¿Por qué Mike? Qué eres, ¿la oveja negra de la
familia?—digo, sonriendo.
—Algo así. Soy un rebelde, ¿sabías?— inquiere él, las
comisuras de su boca elevándose en un gesto de diversión.
—Me lo imaginaba— digo poniendo los ojos enblanco,
divertida.
Castiel se pone de pie de un salto, con su energía cinética
ya de vuelta.
—Bueno, ¿retomamos lo que habíamos dejado a medias?
Asiento, conforme, y él sonríe levemente.
—Entonces vamos.
Sin esperar respuesta, Castiel echa a correr de nuevo hacia
la zona de sacos, y yo le sigo articulando una queja divertida. No le oigo,
pero tengo la impresión de que se ríe.
Y volvemos a retomar el entrenamiento.
Pero esta vez, de mucho mejor humor.
Apoyo las manos en las rodillas, jadeando. Todo en la
postura de Castiel indica que está —por increíble que parezca— medianamente
satisfecho. La brillante luz de la tarde había descendido varios grados de
luminosidad, hasta quedar convertida en los cremosos rayos de luz anaranjada
del crepúsculo que inundan la sala. La oscuridad se va haciendo patente
conforme el tiempo pasa, y las sombras se van alargando, brindándole un aspecto
extraño a la sala. El sudor baña mi rostro y mi ropa. Me siento pegajosa.
—Dejémoslo por hoy— dice Castiel. Su voz resuena en las
altas paredes como eco. El único sonido audible tras sus palabras son mis
respiraciones entrecortadas.
—Vale— acepto, aliviada de algún modo.
Alzo la cabeza para mirarle, y cuando lo hago, él me está
observando. Calmo mi respiración, y aplaco la necesidad de salir corriendo y
beber hasta que se acabe la fuente.
—Mañana tenéis la segunda Prueba Mental— lo dice como una
afirmación, no como una pregunta. Cuando se da cuenta añade: —¿Cierto?
Asiento con la cabeza, estremeciéndome ligeramente.
Castiel me mira con un rastro de algo que no sé identificar
denotando en sus ojos azules. Algo parecido a… tristeza.
—¿Qué tal lo hiciste la última vez?
Me pienso la respuesta antes de pronunciarla.
—Digamos… que estoy viva, ¿no?
—¿Segura?
Su mano se mueve veloz y me pellizca el hombro. Me echo para
atrás sobresaltada.
—¿Qué…?
—De acuerdo, lo estás— admite, esbozando una sonrisa llena
de burla.
Le saco la lengua y, por un momento, veo en sus ojos la misma
expresión risueña que tenía Tyler un par de horas antes del incendio. Entonces
ninguno sabíamos que la vida iba a terminar para ellos, y que iba a dar un
irrevocable cambio para mí. Echo de menos a mi hermano pequeño. Entonces ladea
la cabeza, y el fantasma se desvanece.
Me recompongo, pero no lo suficientemente rápido. Veo pasar
por sus ojos una sombra antes de que la sonrisa se borre de su rostro y
pregunte:
—¿Pasa algo?— su tono contiene preocupación.
Niego con la cabeza.
—Te has quedado blanca— insiste. Aparto la cabeza de esos
ojos que me miran con recelo, incapaz de soportarlos penetrando sobre mí como
si fuera mero cristal.
—No, no es nada, de verdad…— miento, y Castiel alza una
ceja— Por un momento, me ha venido a la cabeza el recuerdo de mi hermano. No es
algo que me guste recordar.
—¿Por qué? ¿Dónde está tu hermano?— pregunta él, hurgando
más sin saberlo en la herida.
—Muerto— respondo, secamente, intentando dejar claro que no
quiero hablar de ello. Él no parece captar la indirecta.
Su boca se abre un poco, sorprendida, y se muerde el
interior de la mejilla en un gesto instintivo.
—¿Qué le pasó?
—Prefiero no hablar de eso ahora— concluyo algo secamente,
con la mirada fija en algún punto sobre su cabeza.
Él asiente, confuso, pero no pregunta más.
En ese instante, una sombra sobrevuela veloz bajo las vigas,
desde la ventana abierta hasta las ataduras de la zona de sacos, y se posa
suavemente en una de ellas, sin emitir ni un solo sonido.
—¿Un búho?— pregunto, observando el movimiento de la pequeña
ave entre las crecientes sombras.
—Un murciélago, diría yo— aclara Castiel, con ojo más
experto que el mío— El primero de muchos. Es tarde. Deberíamos marcharnos.
Supongo que querrás asearte antes de la cena— dice, de forma muy acertada.
Asiento con la cabeza, y tras beber un trago de agua —un
largo trago de agua— en la fuente el grifo viejo, me encamino hacia la salida
con las manos en los bolsillos, y sintiendo las piernas de gelatina.
A los pocos segundos noto los pasos largos de Castiel yendo
tras de mí. Me giro y él se planta a mi lado.
—¿Te acompaño a tu habitación? Me queda de camino.
Me encojo de hombros, y echamos a andar.
—Ella era tu amiga, entonces.
Mis ojos se ensombrecen al oír hablar de Mitchie. Todavía
parece que todo ha sido un sueño; cuando llegue a mi habitación, ella me estará
esperando, con algo para tirarme desde su cama, o con alguna anécdota divertida
que contarme. Todavía parece todo tan irreal.
—Sí, lo era— digo, pronunciando las palabras tan rápido que
el sonido parece distorsionado— Llevábamos juntas desde que llegué aquí.
—¿Y cuando fue eso?
Sonrío para mis adentros.
—Hace mucho, mucho tiempo— Castiel me lanza una mirada
excéntrica— Al menos, así lo siento yo. Aunque sólo han sido
unos años.
—La amistad es algo bonito. Bonito, pero no eterno— sus ojos
claros son indescifrables— Deberías saberlo.
Trago saliva.
—¿Por qué dices eso?— él gira la cabeza para mirarme, y
algunos de los amarillentos rayos de luz procedentes de los farolillos quedan
enredados en su cabello, dándolos un brillo dorado oscuro— ¿Crees que estará
bien? Mitchie, quiero decir.
—Dicen que cuando quieres mucho a alguien, cuando le pasa
algo malo, lo sientes aquí dentro— contesta evasivamente, señalándose su propio
corazón.
—Yo no siento nada.
—¿Ves? Eso es una buena señal— dice, esbozando una sonrisa
fantasmagórica. Por un momento permito que un rayo de esperanza alumbre mi
interior.
—¿De verdad lo crees?
—De verdad, Leia— asegura cálidamente, y siento como
algo se ilumina en mi pecho—No dejarían que le pasase nada.
—¿Qué?— pregunto, y me paro de golpe. Él sigue caminando
tranquilamente, por lo que tengo que ponerme de nuevo en marcha— ¿De quiénes
estás hablando?
—Las personas que viven en el Exterior. No tienen mucho;
viven una vida humilde, pero no dejarían a nadie desamparado. Sobre todo a
alguien tan joven como tu amiga. Ella estará bien.
Siento como la tensión que no había notado que adquiría
abandona mis hombros, y tomo una bocanada de aire fresco.
Doblamos una esquina.
—¿Y dónde dormís vosotros?— pregunto, y él hace una mueca,
divertido— Me refiero a Marcus, Uriel y los demás ángeles.
—Lo había entendido, gracias— aclara, y noto como el color
sube a mis mejillas. Doy gracias a la oscuridad por la poca visibilidad— En
medio de ninguna parte— dice, no sin humor. Hago una mueca excéntrica—
Vale, en una zona reservada más apartada de vosotros, pero la otra opción suena
más…
—¿Estúpida?
—Iba a decir “Mística” – dice Castiel, llevándose una mano
al pecho, fingiendo estar ofendido — ¿Cuál de estas es la tuya?
Sin darme cuenta, hemos llegado a la zona de habitaciones.
Señalo una de las puertas más alejadas pasillo a través.
—La ocho— digo, esbozando una sonrisa— Gracias por
acompañarme.
Él responde a mi gesto con otro más brillante, su sonrisa
blanca destacando en la creciente oscuridad.
—Para eso estamos. Que te vaya bien en la prueba de mañana.
Te veré por la tarde— dice, como si no cupiera ninguna duda de ello. Se despide
con la mano, y se marcha caminando con las manos en los bolsillos, silbando.
Me quedo observando cómo su sombra disminuye cada vez más de
tamaño, hasta acabar fundiéndose con las demás, y los sonidos quedos de su
caminar desaparecer. Luego alcanzo la llave dentro de mi pantalón, y entro a mi
habitación, sumida en tinieblas.
Aprieto el interruptor de la luz, y la bombilla regala una
pobre iluminación al solitario cuarto.
Abro el grifo de la ducha y la pongo para que el agua vaya
calentándose, al tiempo que deshago la coleta y guardo los coleteros en mi
muñeca. Me desvisto, y me meto en la cascada de agua ya caliente.
Una vez aseada y vestida para salir, cepillo mi cabello
húmedo persistentemente, con la desfigurada raya en el medio.
Abandono el baño y recojo las llaves. Los mechones de pelo
me golpean la espalda, mojándome la camiseta sin mangas.
Salgo al pasillo preparada para ir a cenar, cerrando la
puerta tras de mí, y llamo a la puerta de la habitación siete para recoger a
Kalie. Ahora que Mitchie no está, ella se ha convertido en mi salvavidas, en mi
refugio.
Una chica morena algo mayor que yo abre la puerta, con una
amplia sonrisa y el pelo desordenado. Lleva un zapato puesto y el otro no, y
queda claro que he interrumpido cuando terminaba de cambiarse. No parece
importarle.
Veo a Kass tumbada en una de las camas bajeras, con una
chica de cabello claro y piel de porcelana junto a ella, en un nudo de
extremidades. La chica ríe. Kass me lanza una sonrisa cuando me ve.
Un poco más allá, sola, en otra litera, veo a Kalie, tumbada
mirando el techo. Sus ojos se iluminan cuando me ven, y se levanta de un salto.
Kalie se despide de sus compañeras y la puerta se cierra de
nuevo, aislando un poco del abundante ruido. Ella suspira aliviada. Me río.
—¿Problemas en el paraíso?— pregunto, divertida.
—Más bien en el infierno— asegura ella, poniendo los ojos en
blanco—Tengo ganas de que me cambien a tu habitación.
La miro con simpatía, y me aferro a su brazo, como solíamos
hacer en el Refugio. Es increíble el cariño que le puedes coger a una persona
en tan poco tiempo.
—Yo también las tengo.
Echamos a andar hacia el comedor, charlando
despreocupadamente, donde se va formando ya una cola gradual de adolescentes.
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