Sigo a
Kalie con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos, dejándola
avanzar unos metros por delante; señal que ella comprende como que necesito
estar sola y pensar.
Levanto
la vista cuando me percato de que nos hemos alejado de la zona permitida,
sorprendida por la repentina ráfaga de aire helado que se abre paso a través de
una vieja ventana abierta.
—Kalie—
digo, mirando alrededor— ¿Adónde vamos?
Ella
se da la vuelta para mirarme, y sonríe graciosamente, de esa forma tan peculiar
que contagia alegría genuina. Me obligo a sonreír también.
—Espera
un poco, impaciente— responde ella, haciendo un gesto misterioso y asegura: —Ya
casi estamos.
Me
encojo de hombros, y ella continúa su camino. Aprieto el paso para no perderla
de vista. Ella avanza veloz, a pasos alborozados, su magnética energía ya de
vuelta junto a ella.
Me
detengo a los pies de unas grandes escaleras de mármol blanco. Bajo mis pies,
se extiende un pulido suelo de cuadros negros y blancos, como el tablero de un
ajedrez. Encima de mi cabeza, la interminable escalera gira y gira sobre sí
misma durante varios pisos de altura, ganándose justamente el nombre de
escalera de caracol.
Mi
mandíbula cae, impresionada. Me agarro los brazos, presa de un repentino
escalofrío. Mi amiga ya está al pie de la escalera, esperándome impaciente. Me
hace un gesto con una mano pálida.
—¡Vamos!
¡Quiero que nos dé tiempo a enseñártelo!
Sacudo
la cabeza, y echo a correr tras ella.
A los
pies del quinto piso, deslizo una mano por la suave barandilla, desgastada por
la influencia de los años, y exhalo profundamente, exhausta. Kalie frena unos
peldaños más adelante que yo, y se vuelve para esperarme, dando golpecitos
impacientes con el pie en el suelo.
—Ya
queda poco— anima, con voz cantarina, mirándome desde arriba— ¿Dónde está
la Leia que era capaz de gritar a nuestro querido instructor cuando creyó que
era culpa suya que hubiesen excluido a su amiga?
—No
estoy en mi mejor momen… — admito, pero de repente frunzo el ceño— Espera,
¿Cómo sabes tú eso?
Kalie
lanza una risita inocente.
—Digamos…
que no estabas sola en aquel corredor— dice, evitando mirarme directamente,
reflejando aire culpable.
Alzo
una ceja.
—¿Kalie?
Ella
se demora unos instantes en contestar.
—¿Sí?
—¿Estabas
allí?
La
muchacha hace un gesto con la boca, y se retuerce un mechón de pelo dorado con
un dedo, repentinamente nerviosa.
—No…
yo no— confiesa, de mala gana— Alguien te vio. Estaba preocupado por ti. Cuando
nos cruzamos, me dijo que él sabía que éramos amigas, y me lo contó. Yo… no
puedo decir quien fue.
Entrecierro
los ojos.
—No te
preocupes, averiguaré quien es ese “él”— aseguro, esbozando una sonrisa
maliciosa. Seguimos avanzando, poco a poco.
—Yo…
Kalie
se ve interrumpida por la llegada al final de la larga escalera, que resultó no
ser interminable después de todo.
En el
corto espacio entre las escaleras y la alta puerta cobriza, baldosas bicolores
de nuevo, que recorremos a paso apresurado. Y frente a nosotras, alzándose con
todo su esplendor, la imponente puerta de roble entreabierta, derramando
un fino haz de luz blanca sobre las pulcras paredes y el suelo.
Kalie
asoma la cabeza por la limitada abertura durante unos instantes, y luego se
vuelve hacia mí, dando el visto bueno. Miro excéntrica como empuja la abertura,
y se escurre al interior. La sigo tras unos dudosos instantes.
Lo
primero que llega a mí cuando irrumpimos en la sala es el roce de la brisa
vespertina en mis acalorados pómulos, y el dulce olor de los azahares. Muy por
encima de nuestras cabezas se extiende una alta cúpula de cristal, formada por
idénticos paneles triangulares transparentes, aparentemente irrompibles. La luz
entra a raudales e inunda el lugar dando un aspecto muy bello, sumido en un
resplandor color oro. Uno de los paneles ha sido suprimido con cuidado, para
dar paso al hermoso cielo azulado; y por esa cavidad escapa un voluminoso tubo
de metal que parte desde un lateral de la habitación. Cuando ajusto la vista,
reconozco el objeto como un telescopio; un enorme telescopio hecho de acero.
Una
gran ristra compuesta de diferentes árboles y flores, atraviesa de lado a lado
el lugar, aromatizando agradablemente la estancia. Bajo los árboles y arbustos,
césped, de aparente textura suave como el algodón, y un vivo color verde hoja
cuidado con mano experta. El suelo en el que pisamos; de piedra, con profundos
surcos entrecruzados que forman un dibujo. Un dibujo de una estrella de cinco
puntas, encerrada en un gran círculo; sus puntas afiladas rozando tramos de la
esfera que la mantiene presa. Lanzo una exclamación ahogada, y me llevo la mano
al cuello, tomando el collar que siempre cuelga de mi garganta. Allí está,
apenas tres centímetros de diámetro, la textura suave y familiar de la estrella
de metal que nosotras mismas conseguimos. Bajo la mirada hasta la figura que se
extiende bajo mis pies, mientras mi dedo índice traza la forma que ya podría
dibujar de memoria. Ambas estrellas de cinco puntas, ambas rodeadas por un
disco perfectamente simétrico, ambas idénticas.
Sonrío
levemente y vuelvo a ocultar el colgante bajo mi camisa.
Un
gruñido procedente de mi estómago se propaga en el aire, y me hace enrojecer
violentamente. Kalie se vuelve hacia mí sorprendida.
—¿Qué
ha sido eso?— pregunta, enarcando una ceja.
—Yo—
admito, esbozando una sonrisa de medio lado— Tengo hambre.
—Nos
hemos saltado la comida— replico, haciendo un puchero. Ella me mira divertida.
—No,
tú te has saltado la comida— responde, poniendo mucho énfasis en la palabra
“tú”. Kalie me hace una mueca divertida, mientras se sienta en el frío suelo.
Inspiro
profundamente, el olor de las rosas frescas inunda mis fosas nasales. El suelo
bajo mis pies brilla reluciente, nuestras siluetas se reflejan en él, algo
distorsionadas.
—¿Y
crees que me daría tiempo a picar algo de los restos antes del entrenamiento?—sugiero,
dejándome caer en un banco de piedra. Bajo mi cuerpo, el escaño está rodeado de
hiedra, con algunas flores de llamativos colores colocadas a intervalos.
Kalie
tira de su manga para dejar a la vista su reloj de muñeca. Baja la mirada hasta
él, y su sonrisa se borra repentinamente. Su rostro palidece de pronto, y se
levanta como impulsada por un muelle invisible.
La
miro dubitativa.
—¿Qué
pasa?— pregunto, alzando una ceja.
Ella
voltea a mirarme, y me muestra su reloj. Los números parpadean levemente. Por
un momento no comprendo.
Después
reconozco la hora que marcan.
—¡Las
cuatro y trece minutos!— exclamo, alarmada.
Kalie
asiente, mordiéndose el labio.
—Y
catorce, ahora.
Ambas
contenemos aire, y nos miramos unos segundos sin saber qué hacer. Luego, como
si fuésemos muñecos de cuerda recargados a la vez, echamos a correr hacia la
salida, en el sprint más largo de mi vida.
Me
detengo un segundo para volver la puerta tal y como nos la encontramos, y troto
hasta donde Kalie ha desaparecido, escaleras abajo.
El
descenso se vuelve retorcido y tortuoso, y estoy a punto de tropezar en
repetidas ocasiones, pero evito hacerlo por centímetros.
Cuando
llego abajo estoy sin aliento, y todavía nos queda llegar a la sala de
entrenamiento, que no debería quedar muy alejada. Creo.
Kalie
espera apoyada contra la barandilla, respirando entrecortadamente. En cuanto me
poso de un salto en el suelo, ella echa a correr de nuevo. Lanzo un suspiro y
la sigo, maldiciendo por lo bajo.
Mientras
recorremos los pasillos tenuemente iluminados, voy pisándole los talones, y le
doy vueltas a una idea en la cabeza, sin estar totalmente segura. Kalie parece
más pequeña que yo; no por altura (en eso estamos prácticamente igualadas),
sino en edad. Quizá nos separe un año. Pero si yo me consideraba ya demasiado
joven para entrar... Y entonces me pregunto: ¿Habrá sido Kalie uno de esos
“rellenos” de la Lista? ¿O realmente su entrenador la habrá visto preparada? No
creo que sea buena idea preguntárselo. No ahora. Quizá si salimos de aquí con vida,
lo haga.
Llegamos
derrapando frente a la puerta de aspecto ya familiar. Kalie duda antes de
deslizarse por la abertura entre abierta, y yo le pregunto:
—¿Qué
hora es?
Ella
responde automáticamente.
—Tarde—
pongo los ojos en blanco— Y diecinueve.
Kalie
me mira antes de que su figura desaparezca tras la puerta, y al cabo de un
instante, la mía le sigue.
Cuando
entramos, nadie nos presta atención. Diviso la silueta encorvada de Marcus al
otro lado de la sala, hablando con uno de los encargados de un grupo.
Corremos
sigilosamente al lado de las sugerentes esculturas aladas, rezando por no ser
vistas. Una vez dejadas atrás las figuras, una mano helada me agarra por el
hombro. Me vuelvo hacia él/ella, alarmada.
Es
Uriel.
Dejo
escapar un suspiro de alivio. Aunque no se le ve muy alegre, que digamos. Su
ceño se frunce levemente, y nos mira sin rastro del habitual hoyuelo en su
mejilla que se forma cuando sonríe.
—¿Dónde
estabais?— pregunta, alzando una ceja.
Miro a
Kalie de reojo, sin saber que alegar. Ella responde sin dudar.
—Me
dejé la llave de mi dormitorio en la habitación de Leia. Ella me acompañó para
ayudarme a recuperarla— Kalie ondea la llave unida al trozo de madera con el
número siete frente a los ojos de Uriel.— Pero ya la he encontrado.
Las facciones
de Uriel se relajan, conformes, y responde condescendiente:
—Vale—
Kalie deja entrever una mueca de alivio que le pasa desapercibida a
Uriel. El ángel se retira un mechón de pelo molesto de los ojos con una mano,
en un gesto distraído— Tenéis suerte de que Marcus no haya pasado por nuestro
grupo. Tendríais que dar muchas más explicaciones, entonces. Y más
convincentes.
Uriel
se aleja de nuestro lado, dejando claro que no nos ha creído. No me mira
mientras se marcha. Hay cierto aire culpable en la forma en que se mueven sus
hombros.
Kalie
y yo intercambiamos una mirada confusa. Ella se encoge de hombros. Vamos hasta
el lugar donde nuestro grupo (Bueno, hasta donde Michael y Dan esperan, con
aspecto incómodo) observando pero sin tocar las armas dispuestas en diversas
sujeciones en la pared.
Dan me
saluda con un movimiento de la cabeza, sin sacar las manos de los bolsillos, y
se acerca a mí fingiendo observar una daga plateada, fina y afilada, que
refleja la luz haciéndola brillar aún más.
—¿Qué
os ha pasado?— pregunta, con franca curiosidad, se agacha con la agilidad de un
gato, y me mira de medio lado. En el caso de Dan, no hay duda de que se ganó su
entrada aquí, cosa que no tengo tan clara con Kalie. Ni con Michael tampoco.
Éste se balancea cambiando el peso de un pie a otro, con una falsa expresión de
interés.
—Nada—
respondo, en un tono más brusco de lo que quería— Quiero decir, nada. Kalie
olvidó su llave en mi habitación, y le acompañé a por ella— repito la pobre
excusa de mi amiga— Eso es todo.
Dan
alza una ceja, y las comisuras de su boca se crispan hacia arriba, en una
sonrisa. Él tampoco se lo ha creído.
De
repente, como Uriel, él también se pone serio.
—¿Sabes
algo de lo de esa chica? He oído que se volvió loca— Dan frunce el ceño— La Excluyeron.
Me han dicho que antes de que se la llevasen intentó agredir a su compañera de
cuarto.
Aprieto
los puños con fuerza cuando reconozco la historia de Mitchie. Las noticias aquí
se propagan como el aire. Que lo sepa él me atraviesa como un cuchillo. Cierro
los ojos molesta, y cuando los vuelvo a abrir me encuentro la mirada de Dan
clavada en mí, curiosa.
—Era
mi amiga— digo al fin. La expresión en el rostro de Dan se congela, y se da
cuenta de que ha metido la pata.
—Lo
siento— murmura él, avergonzado.
—No
tienes por qué— replico— No fue culpa tuya.
Dan
baja la cabeza, avergonzado.
—¿Lo
hizo? — pregunta, tímidamente, después de un rato. Le miro confusa— Quiero
decir… ¿Se volvió loca?
Contengo
un suspiro.
—No,
Dan, no lo hizo— digo, comprendiendo— Simplemente vio esto de una forma que
ninguno de nosotros hicimos.
Él
baja la mirada al suelo. Por encima de su cabeza veo a Kalie charlar
amigablemente con Michael.
—¿Sabes?
Yo creo que deberían haber Excluido al otro chico, no a ella— comenta, con un
susurro.
Le
miro extrañada, y él se gira hacia la sala.
—¿Qué…?—
él me corta con un dedo antes de que pueda completar la frase, y me señala un
punto de la sala. Sigo con la mirada el punto donde el dedo de Dan está
apuntando y veo al chico que derribó a la muchacha, y que la dejó sangrando
hasta que casi alcanzó la inconsciencia. Está golpeando con furia uno de los
sacos de arena, con puños de hierro.
Contengo
un estremecimiento.
—Yo
también lo habría preferido— coincido, en voz baja.
Antes
de que Dan pueda responder, Uriel e interpone entre nosotros, con su habitual
energía eléctrica ya de vuelta.
—Son
bonitas, ¿Verdad? — dice acariciando el borde del pulido palo de una lanza,
esbozando una sonrisa.
Dan
asiente, fingiendo un repentino interés.
—Es
una lástima que no podamos probarlas— miente.
Uriel
le observa pensativo unos instantes.
—¿Quién
dice que no podamos?— pregunta, sin dirigirse a nadie en particular— Voy a
hablar con Castiel. ¡Eh, Castiel!— grita. El aludido se gira sorprendido, y
Uriel se dirige hacia él, sin despedirse.
Castiel
abandona el cuidado de su puesto momentáneamente, y los dos amigos empiezan a
conversar. Uriel señala a Dan mientras pronuncia palabras que no oímos. Los
ojos celestes de Castiel se detienen un instante en los míos antes de llegar a
Dan. Desde aquí, le vemos pensar. Luego asiente, y contesta algo a Uriel, que
sonríe.
Al
cabo de un instante, Uriel está de vuelta a nuestro lado.
—¿Qué
os parecería si Castiel y yo juntásemos nuestros grupos mañana para dar una
lección conjunta en el patio?— pregunta, excesivamente alegre— Podríamos
enseñaros como sostenerlas, apuntar con ellas, y utilizarlas.
Me río
en silencio ante la mueca de horror en el rostro de Dan, que parecía gritar:
“Mierda”.
—¿Solo
nosotros?— pregunto, para evitarle a mi amigo una respuesta incómoda; cosa que
él agradece con una mirada.
Uriel
se encoge de hombros.
—El
grupo de Castiel y el nuestro. ¿Quieres que le digamos a alguien más?—
pregunta, enarcando una ceja.
—No.
No, así está bien— corrijo.
—Vale.
Iré a hablar con Marcus.
—Y si
no nos deja, todavía queda la posibilidad de decir que se nos han perdido
misteriosamente ocho alumnos. Yo creo que se lo creería— dice una voz a nuestra
espalda. Nos giramos y vemos a Castiel, con las manos en los bolsillos y la
mirada clavada en Uriel, con una sonrisilla de suficiencia.
—Es
otra posibilidad— admite Uriel, encogiéndose de hombros.
Detrás
de mí, Dan susurra:
—Oh,
sí. Una posibilidad muy rentable— dice, a regañadientes. No le veo, pero no me
hace falta mirarlo para saber que ha puesto los ojos en blanco. Sonrío.
Dan se
vuelve y regresa junto la estantería, y Uriel le sigue para comentarle algo.
Castiel y yo nos quedamos solos.
—¿Dónde
has estado antes?
Respiro
con fuerza.
—Otra
vez no, por favor— me quejo.
Él
sonríe.
—Da
igual— dice, y me sorprende su respuesta— Te acuerdas de lo que habíamos
quedado antes, ¿Verdad?
Asiento
con la cabeza obligándome a sonreír, aunque por dentro es lo último que me
apetecería en estos instantes.
—De
acuerdo, entonces— dice, mirando hacia donde Uriel ha deslizado fuera de la
pared un mandoble de aspecto pesado.
Entonces
se va, y yo vuelvo hasta donde Dan atiende con aspecto ligeramente aburrido las
palabras entusiasmadas de Uriel sobre el cuchillo.
En ese
momento, Marcus hace sonar su estridente silbato, reclamando nuestra presencia
en el centro de la sala, y nosotros nos alejamos de la pared, para encaminarnos
hacia donde Marcus espera subido en un pequeño taburete, y donde se va formando
lentamente un círculo según vamos llegando.
El
Sargento baja del taburete.
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