Ya sabéis que os vamos presentando por capítulos el libro "El Ángel Guardián" escrito por Sonia Pozo, alumna del colegio. Estamos muy orgullososo de su trabajo así que os animamos a que continuéis leyéndolo.
CAPÍTULO 9
Antes de doblar la esquina que separa la habitación número ocho de la siete, una figura atraviesa como una exhalación el pasillo, y choca conmigo. Es Kalie. Le sudan las manos y sus ojos están muy abiertos, asustados. Suelta un suspiro cuando me reconoce.
CAPÍTULO 9
Antes de doblar la esquina que separa la habitación número ocho de la siete, una figura atraviesa como una exhalación el pasillo, y choca conmigo. Es Kalie. Le sudan las manos y sus ojos están muy abiertos, asustados. Suelta un suspiro cuando me reconoce.
—Leia…
oh, Dios, menos mal,… —dice. Su respiración es entrecortada— Necesito que
vengas conmigo. Ahora.
Kalie
se muerde el labio, y me mira con ojos suplicantes. De repente me temo lo peor.
Dudo en pronunciar las palabras que me llevan reconcomiendo desde que la
reconocí, pero ellas escapan de mi boca sin pedir permiso.
—¿Es…
Mitchie?— pregunto. Mi voz suena temblorosa, y no puedo evitarlo.
Ella
asiente sin atreverse a mirarme directamente.
—Ella…
está peor.
—Mierda—
digo secamente, y echo a correr hacia la puerta de nuestro cuarto, tras la cual
supongo que estará mi amiga.
Alzo
la mano para tocar apresuradamente con los nudillos, pero un sonido de algo
cayéndose me detiene. El ruido del cristal estrellándose contra el suelo,
volando en un millón de diminutos pedazos, es seguido de un grito.
En ese
momento las sutilezas se agotan y abro la puerta de golpe. La madera cruje al
rozar el suelo. Mitchie está de pie al lado de Kass, cuyas manos le cubren el
rostro. Una lluvia de finos cristalitos cubre el suelo. Son los restos del vaso
que solía haber en el lavabo del baño. Kass grita. Mitchie grita. Pero la
primera grita de miedo, la segunda de furia. Mitchie está completamente ida.
Mi
amiga se para en seco al verme, y baja las manos hasta su regazo.
—Leia…
yo… puedo explicarlo — dice, inhalando aire.
Yo
niego con la cabeza.
—No,
Mitchie, no puedes. ¿Qué has hecho?— exijo saber, horrorizada. Ella abre la
boca, y la cierra rápidamente.
En ese
momento soy consciente por primera vez de las profundas ojeras que cubren el
rostro de mi amiga como feos moretones, de su pálida piel, y de su acostumbrada
peinada y envidiable melena, revuelta. Tiene aspecto de alguien que acaba de
salir de un manicomio.
Kass
gime y cierra los ojos, aliviada por mi llegada. Levanta la mano del suelo y
veo el dorso cubierto de puntitos rojos, y pequeños hilillos comenzando a fluir
de las heridas provocadas por los cristales.
—Tienes
que entenderlo, Leia— suplica Mitchie, con lágrimas en los ojos.
—¿Qué
tengo que entender, Mitchie?— pregunto con tristeza.
Con
pasos cuidadosos rodeo el bulto en que se ha convertido Kassandra, junto a los
cristales, y llego hasta mi amiga. Le paso un brazo alrededor de los hombros y
ella esconde la cabeza en mi pelo, llorando.
—Shhh,
Mitchie, ya está, no se va a enterar nadie, podemos arreglar todo esto…
Pero
en ese momento ocurre justo lo que las dos nos temíamos. Marcus irrumpe en la
habitación pisando fuerte. Desde el suelo, Kass murmura:
—Oh,
lo que faltaba.
—¿Qué
ha pasado aquí?— exige saber el sargento.
Por unos
segundos, nadie habla, y la habitación se queda en silencio. Es la propia
Mitchie quien responde.
—Yo…
no pensaba con claridad— musita, mirando sus deportivas.
No
creo ser capaz de darme cuenta de la magnitud de los hechos. Después de todo,
soy joven. Dicen que los jóvenes somos estúpidos. Esa podría ser nuestra
explicación.
Kalie
entra en ese momento por la puerta, con total discreción, como un gato. Ella se
acerca a mi lado, tratando de pasar lo más inadvertida posible, pero Marcus no
le presta atención. Tiene cosas más importantes en las que pensar.
Me
clavo las uñas en las palmas tan fuerte que duele, esperando que el dolor me
haga centrarme. No funciona.
—Mitchie
Windsound, tengo que pedirle que me acompañe, para recibir su correspondiente
sanción— recita Marcus, monótono. No son palabras suyas, parecen ser copiadas
de algún lado; tal vez de un manual. Solo sé que no es la primera vez que las
pronuncia.
Mitchie
me lanza una mirada extraña. Por un lado, tristeza, por otro, esperanza. Pero
no creo que ambas tengamos la misma esperanza.
Antes
de que nadie pueda verlo venir, Mitchie suelta:
—Yo
voy a estar bien. Tú eres quien no lo va a estar. Te dije que teníamos que
habernos marchado — termina esta frase escupiendo, y me mira a los ojos.
Marcus
saca a Mitchie arrastrándola por un brazo, apretando tanto que a mi amiga se le
están quedando la marca de los dedos. El colgante de rayo de Mitchie brilla,
lanzando un destello plateado antes de que la puerta que nos separa se cierre
tras ellos.
Cuando
el “clic” de la cerradura metálica rompe el tenso silencio que reina en la
habitación, me dejo caer sobre mi apelmazado colchón, apesadumbrada. Y no puedo
contenerlas, irremediablemente, gruesas lágrimas se deslizan por mis mejillas
hasta llegar al cuello de mi camiseta. Entierro la cara entre las manos. No
quiero que me vean llorar.
Oigo
pasos que llegan hasta mí, y me obligan a apartar las manos. Es Kalie. Y sé que
ella también está triste.
—Leia,
no le des más vueltas, no le va a pasar nada. Probablemente le obliguen a
realizar tareas de algún tipo durante un tiempo, pero no pueden hacer más— me
consuela.
—Vale—
tartamudeo, pero ni siquiera para mí suena creíble. Es todo culpa mía. Tenía
que haber vuelto con ella cuando supe que estaba mal. Pero no lo hice. Y ahora
toca atenerse a las consecuencias.
Entre
Kalie y yo conseguimos levantar a Kass del suelo e intentamos limpiarle las
heridas de las manos y las mejillas como pudimos, con una toalla húmeda, y
mucha paciencia. En todo ese tiempo, Kass no dio señales de reconocer a Kalie,
pero tampoco es que nos prestase mucha atención. Cuando terminamos ella se
encerró en el cuarto de baño. Kalie estuvo conmigo durante unos minutos, pero
luego acabó marchándose. Y entonces yo me quedo sola.
En ese
momento decido ir a buscar a la única persona que sabrá si ella volverá o no,
si me dará esperanzas o acabará con ellas. La única persona que ha sido sincera
desde el principio. Y esa persona es únicamente Castiel.
Recorro
aislados y solitarios pasillos con el brazo estirado, rozando la pared con los
dedos a mi derecha, llenándolos de polvo fino y sucio. Me tapo la cara con un
brazo cuando paso junto a una de las grandes ventanas, las únicas fuentes
de luz que posee el antiguo edificio, cuyo gran resplandor consigue
deslumbrarme y hacerme entrecerrar los ojos.
Cuando
decidí buscarle no pensé en que no sabía dónde podía estar. Castiel dijo que se
marchaba a dormir, pero siendo como es, me imagino que eso es lo último que
realmente haría. Y entonces, ¿dónde está?
Atravieso
puerta tras puerta, habitación tras habitación, hasta que pierdo conciencia de
lo que hago.
Es
entonces cuando me doy cuenta. Tal vez sea la tristeza, o quizá el descuido, lo
que ha hecho que me haya desorientado en este laberinto de mil habitaciones.
Doy varias vueltas sobre mí misma.
Definitivamente,
me he perdido.
Trato
de volver sobre mis pasos, hasta que llego a una encrucijada de la que
únicamente tengo un vago recuerdo. En la amplia sala rectangular en la que me
encuentro, hay ocho puertas.
¿Y
ahora qué hago?
Titubeo
insegura sobre qué decisión tomar. Mis pies me llevan hacia una salida, mi
mente hacia otra, y mi corazón hacia otra diferente. Trato de hacer memoria y
de buscar similitudes. Atravesé una entrada alta y vieja. Todas lo son. Del
color del que crece el roble. Eso descarta a dos de ellas. La pintura estaba
descascarillada. Descarto tres de las restantes. Eso me deja con tres puertas.
No
pienso, actúo. Mis pies me llevan hacia la del medio, y esta vez yo obedezco.
Agarro la manilla dorada y abro la puerta de un empujón.
Eres
una idiota, Leia. Tendrías que haberte quedado en tu habitación. Sola, pero
segura.
Otro
corredor, exactamente igual a los anteriores. En ese momento ya me da igual que
es lo que he venido a hacer; simplemente me dejo caer contra uno de los
polvorientos muros, y escondo la cabeza tras las manos. Con suerte, alguien me
encontrará pronto.
Espero.
Pierdo
la noción de tiempo. ¿Solo han pasado minutos? ¿O solamente es mi mente que me
está jugando una mala pasada y han pasado pocos segundos?
Alzo
la vista y miro al suelo bajo mis pies, cubierto por una fina capa de polvo,
como una lluvia demasiado gris. Pisadas se distinguen por donde yo he
pasado, pero también otras que no son mías. No parecen tener demasiado tiempo.
Considero la opción de seguirla, pero la descarto por el momento. A saber
adónde me llevarían.
Vuelvo
a bajar la cabeza a mis rodillas. Mitchie… Kalie tiene razón. Estoy siendo muy
negativa. Puede que de hecho ya haya vuelto a nuestra habitación, y esté
tumbada en sentido contrario a la cama, con los pies encima de la almohada,
como solía hacer. No. Solía no. Suele.
—¿Qué
estás haciendo aquí?— exige saber una voz.
Levanto
la mirada, y ahí está él. Colocado en una postura inquisitiva, y el ceño fruncido.
Pero no parece que ese enfado vaya para mí, sino para algo que ya ha ocurrido.
¿No será…?
Rayos
de sol se filtran a través de su cabello y lo hace parecer aún más dorado. Su
mirada se suaviza un poco.
—Yo…
me he perdido— confieso, y noto que el calor de la vergüenza me sube a las
mejillas.
Castiel
me mira extrañado.
—¿Y
que se supone que hacías vagando por aquí, Leia?— dice, y su tono suena a
regañina— Marcus reservó esta zona para ellos.
—¿Y
entonces qué haces tú aquí?— pregunto, con un atisbo de sonrisa.
—Cuando
dije "ellos", me refería a todos nosotros.— Castiel alza una ceja–
Acabo de tener una agradable charla con Marcus.
—¿Qué
te ha dicho?
—Se
supone que eso es confidencial— contesta Castiel, con expresión de
superioridad, y una sonrisa torcida— Pero como únicamente se supone, te lo
puedo contar. Marcus ha reunido a los ángeles presentes esta mañana. Ha pedido
votos a favor de la Exclusión de dos Aspirantes; un chico y una chica.
La
sangre se me congela en las venas.
—¿Y…?—
musito, incapaz de completar la frase.
Por el
rostro de Castiel pasa una expresión de tristeza, que desaparece con la misma
rapidez con la que había aparecido. La sustituye una mueca de disconformidad.
—Han
echado a la chica. El chico se queda. Marcus ha puesto la situación muy
comprometida. Ha acusado que ella ni siquiera estaba en un entrenamiento,
mientras que el chico sí. Según él, son cosas que pasan cuando se le entrega un
arma a un chaval. Tonterías, si me lo preguntas. Sin embargo, es la chica, cuya
agresión no fue tan grave como la de él la que es Excluida. Hemos tratado de
apelar a su sentido de la razón, pero no hemos podido hacer nada para disuadir
a Marcus de su elección.
Dice
estas últimas palabras muy rápidas, las sílabas juntándose entre sí, haciendo
difícil la compresión. Difícil, pero no imposible.
En ese
momento ni siquiera Castiel es capaz de mirarme directamente a los ojos. Mis
ojos se abren desmesuradamente cuando adquiero consciencia de la realidad. El
chico es el que dejó a la Aspirante sangrando en el suelo. La chica es Mitchie.
De
golpe, lo comprendo todo. Ella ya no va a volver. No va a estar esperándome
impaciente en nuestra habitación, con su cabeza absorta en profundos
pensamientos y su boca tatareando la letra de una canción. No va a mirar con
disimulo al chico rubio, ni va a hablar con él, ni va a sonreírle de nuevo. No
va a hablar conmigo más.
No soy
consciente de haber alzado la cabeza para mirarle fijamente, para averiguar si
él está diciéndome realmente la verdad, tampoco de haberme levantado. Mi
corazón trata de asimilar lo que mi cuerpo ya ha comprendido.
Mitchie
se ha ido, puede que para siempre. Puede que no vuelva a verla una vez más.
Me
lanzo con movimientos mecánicos hacia él, con los brazos extendidos. Realmente
no sé de qué me podría servir, pero entonces lo único que me importa es que
ella no va a volver. Y solo quiero causar el mayor daño posible antes de que
consigan pararme, no me importa a quien.
A
Castiel le pilla de improviso mi impulso y se desliza hacia atrás en el último
segundo, antes de que mis manos lleguen a golpearle. Sigo avanzando, y echo el
puño hacia atrás para intentar golpearle de nuevo. Esta vez, él es rápido; me
agarra de la muñeca derecha, el brazo que tenía ya estirado para golpear, y la
retuerce hasta que caigo al suelo de lado y el dolor me recorre la cadera y la
muñeca que el retuerce hasta que paro. Me dejo caer completamente en el suelo,
mi pelo barriendo el polvoriento piso de la galería, y mi mejilla apoyada en el
suelo frío.
Me
remueve la conciencia cuando veo lo que casi hago, y la fugaz furia se ve
sustituida por tristeza.
Noto a
Castiel colocarse en cuclillas a mi lado, antes de soltarme la mano.
—¿Te
sientes mejor?— pregunta, y por primera vez su voz suena preocupada.
No
respondo de inmediato. Me giro hasta quedar bocarriba, con su cabeza inclinada
cerca de mí, sus ojos carentes de esa usual expresión fría tan propia de él.
—No… —
murmuro, y algo de la llama recién extinguida que era la ira se aviva de nuevo—
Podría haber evitado todo esto. Es culpa mía. Y también tuya.
Mi
declaración le pilla por sorpresa, y me mira confuso.
—¿Por
qué iba a ser culpa mía?
Me
incorporo, y me quedo sentada. Sus ojos están a la misma altura que los míos.
Le miro colérica.
—¡Si
no me hubieses entretenido yo habría estado allí! ¡Habría impedido su ataque de
estupidez! ¡Mitchie aún seguiría aquí!— le grito, fuera de mí.
Él se
limita a mirarme, con la cabeza ladeada, como un niño curioso.
—Leia,
no habrías podido hacer nada. No habrías podido cambiar nada. Ella no estaría
aquí aún así— él trata de convencerme, pero sin éxito.
Niego
con la cabeza, disconforme.
—Vámonos
de aquí, por favor— musito, sin mirarle a la cara.
Castiel
se levanta ágilmente, y me ofrece una mano que yo ignoro. Aún así, él me
impulsa para levantarme. Frunzo el ceño.
—Puedo
sola— suelto.
—Ya sé
que puedes— afirma él— Algunas veces ayuda aceptar una mano de los demás en
momentos difíciles, Leia. No por aceptarla vas a ser más débil, ni por
rechazarla más fuerte. Las personas fuertes aceptan el hecho de que no pueden
cargar con el peso del mundo ellos solos. Las débiles siguen resistiéndose aún
cuando la batalla ya está perdida— comienzo a andar antes de que termine de
hablar, cabizbaja. Sin embargo, hasta que no me vuelvo y le miro, él ni camina
ni vuelve a hablar de nuevo. Ambos nos quedamos en silencio unos instantes — ¿Y
tú, Leia? ¿A qué grupo perteneces?
Castiel
echa a andar hacia la puerta al otro lado del corredor, con las manos en los
bolsillos, y yo le sigo dando pequeños torpes traspiés en las desiguales losas
de piedra sin pulir.
A
mitad de camino nos encontramos con una Kalie bastante descuidada. Largos
mechones escapan de su coleta baja, y una sombra cubre su rostro alegre como
una cortina.
—Oh,
Leia— dice al verme, y se acerca a mí. Se lanza directamente a mis brazos,
apesadumbrada. Entonces ve a Castiel detrás de mí, y retrocede un tanto.
Vuelvo
la vista por encima del hombro, y veo a Castiel ocupado mirándose una uña, sin
prestarnos atención.
—¿Estás
ocupada haciendo algo importante ahora?— pregunta ella, indicando con la cabeza
al ángel a mi espalda.
Niego
con la cabeza.
—No,
ya no. ¿Necesitabas algo?
—Eh…
yo, bueno, yo quería hablar con alguien. Y si ese alguien eres tú, mucho
mejor—admite ella, retirándose un mechón de pelo enredado de encima de los ojos
de un soplido.
—Dame
un segundo— le pido, y me vuelvo hacia Castiel— Esto… pues… hasta esta tarde,
supongo— me despido.
Castiel
levanta la vista y me dirige una mirada neutra.
—Hasta
esta tarde, entonces— dice, y empieza a alejarse por el pasillo— ¿Quieres
comenzar esta tarde?
Me
cuesta un poco darme cuenta de que está hablando, pero enseguida lo entiendo.
Asiento.
—Después
del entrenamiento— afirma él, y se marcha definitivamente.
“¿Y
tú, Leia? ¿A qué grupo perteneces?”
Introduzco
las manos en los bolsillos y me vuelvo hacia Kalie, que me espera forzando una
sonrisa, algo más apagada que de costumbre.
—Ven,
quiero enseñarte algo— dice, y yo la sigo sin rechistar.
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